Fairground Attraction - Perfect

Un viejo proverbio chino dice:

"si uno quiere corregir el mundo, primero debe corregir el estado;
si uno quiere corregir el estado primero tiene que corregir a la familia;
si uno quiere corregir a la familia, primero tiene que corregirse a sí
mismo.
La autocorrección es lo primero y quizás lo único importante."



DEJAR DE CORRER

Supongo que debe ser cosa de la edad y estoy convencida que no tiene
nada que ver con el carácter porque el que nace de una determinada
manera, se muere así. Las personas alegres no se vuelven tristes con los
años, ni las optimistas se convierten en pájaros de mal agüero, tampoco
los soñadores dejan de soñar ni los cobardes se vuelven valientes ni al
contrario; el que nace prudente no será jamás temerario y el que es
reservado no llegará a la senectud abriéndose a los demás. No, no cambia
el carácter ni la naturaleza de la persona con los años pero sí se
moderan o acentúan ciertos rasgos de la personalidad con la experiencia
de vida.


Con la edad, uno aprende a serenarse, a calmarse y a ver las cosas con
cierta quietud. No es que no te afecten, es que tu comportamiento y tu
actitud ante los problemas se ha vuelto distinta, tienes otra
perspectiva mucho más amplia, mucho más precisa. Con los años, uno deja
de correr, de tener prisa; se aminoran las ansias y se disminuye la
vehemencia. Con los años, podríamos decir que uno se relaja, se sienta a
ver la vida y no a correr delante de ella. Se aprende a obsevar con la
mirada puesta en el horizonte, mucho más allá de nuestras narices porque
todas las carreras nos parecen ya muy lejanas en el tiempo. Uno aprende,
no le queda más remedio y deja de correr porque la vida pasa más deprisa
de lo que quisiéramos y el trayecto es cada vez más corto y no tenemos
ninguna prisa.


Y todo esto pasa casi sin darnos cuenta, toda esta transición o proceso
en nuestro interior, nos llega sin ser demasiado conscientes de ello, no
como la inmovilidad fisica que se ve venir desde que empiezan a dolerte
un día las rodillas o te asoman los primeros achaques de la edad. Este
cambio, te llega por sorpresa y te das cuenta un día cualquiera bajo la
más simple de las circunstancias cuando reaccionas de forma totalmente
distinta a la acostumbrada. Te das cuenta entonces, que algo en tí ha
cambiado.


Esta situación no es algo que tengas que intentar, ni esforzarte por
conseguir, simplemente te sucede; lo recibes, lo vives, puede que te
emocione pero no te altera como antes y tampoco te general ningún tipo
de inquietud como en ocasiones anteriores en las que se multiplicaban
las interrogantes, las dudas, y los posibles. ¿habré hecho bien? ¿qué le
habrá parecido? ¿se habrá molestado? ¿hago esto, hago lo otro?.

En esta situación, haces lo que haces y punto. Lo haces porque quieres
hacerlo, porque a ti te parece lo más adecuado y no dependes de la
aprobación ni de la actitud de nadie. Sabes que puedes equivocarte, por
supuesto, pero asumes tu responsabilidad ante ello y si te equivocas, no
pasa nada. No estás condicionado, no estás limitado, no estás sujeto a
opiniones ajenas porque te has reconocido en ti mismo, y eso es un gran
logro, es una especie de liberación para quién alguna vez se ha sentido
manipulado.


No es una elección consciente la de retirarse a la seguridad de la
calma, es la calma la que nos elije a nosotros una vez que ha encontrado
la seguridad en nuestro interior. Es como cuando nos vaciamos con
alguien que no está listo para oir lo que tenemos que decir y gastamos
inútilmente nuestra energía. La calma no se instalará en nosotros hasta
que no estemos listos para escucharla y aceptarla, cuando sepa a ciencia
cierta que no habrá ninguna lucha abierta entre ella y nosotros.

Fluyes con la vida y dejas de correr. Dejar de correr no significa dejar
de vivir, dejar de sentir, o dejar de sufrir, significa seguir el ritmo
de tu propio tiempo; tal vez con menos vigor pero con más sabiduría o
por lo menos, entendimiento. Por eso todas las frutas no caen del árbol
el mismo día, porque cada una necesita un tiempo preciso para su
maduración.


A. Aroca

Maldito Duende (con Letra) - Heroes del Silencio

Obstinación




Una virtud hay que quiero mucho, una sola. Se llama obstinación. Todas las demás, sobre las que leemos en los libros y oímos hablar a los maestros, no me interesan tanto. En el fondo se podría englobar todo ese sinfín de virtudes que ha inventado el hombre en un solo nombre. Virtud es: obediencia. La cuestión es a quién se obedece.
La obstinación también es obediencia. Todas las demás virtudes, tan apreciadas y ensalzadas, son obediencia a leyes dictadas por los hombres. Tan sólo la obstinación no pregunta por esas leyes. El que es obstinado obedece a una ley, a una sola, absolutamente sagrada, a la ley que lleva en sí mismo, al “propio sentido”. ["Obstinación", en alemán es "Eigensinn", palabra compuesta que literalmente significa "propio sentido". (N. del T.)]
¡Lástima que la obstinación sea tan poco apreciada! ¿Acaso goza de estima? ¡Oh, no! Incluso se la considera un vicio o al menos un lamentable desmán. Sólo se la designa por su hermoso nombre cuando molesta y suscita odio (por cierto que las verdaderas virtudes siempre molestan y suscitan odio. Véase Sócrates, Jesús, Giordano Bruno y todos los demás obstinados.)
 Y cuando existe cierta voluntad de admitir la obstinación como virtud, o al menos como un bello atributo, se mitiga en lo posible su áspero nombre. “Carácter” o “personalidad” no suena tan desapacible o vicioso como “obstinación”. Tiene un tono más presentable, e incluso “originalidad” se acepta en último extremo, claro que sólo referida a tipos raros a los que se tolera, artistas y gente estrambótica. En el arte, donde la obstinación no puede infligir daños considerables al capital y a la sociedad, se la tolera, incluso como originalidad; en el artista es hasta deseable una pizca de obstinación; se paga bien.
Pero, por lo demás, en el lenguaje cotidiano entendemos por “carácter” o “personalidad” algo extremadamente complejo, algo que existe y puede ser exhibido y decorado, pero que en el momento decisivo se somete precavidamente a leyes extrañas. “Carácter” se le atribuye al hombre que posee algunas ideas y opiniones propias, pero que no vive según ellas. De vez en cuando deja traslucir, aunque discretamente, que en efecto piensa de otro modo, que tiene opiniones. En esta forma suave y sutil ya se considera entre los mortales el carácter una virtud.
Pero si un hombre tiene intuiciones propias y vive realmente de acuerdo con ellas, pierde el elogioso título de “carácter” y sólo se le concede el de “obstinación”. Pero analicemos literalmente la palabra. ¿Qué quiere decir “obstinación”? Terquedad, tener un “propio sentido”. ¿O no?
Todas las cosas del mundo tienen un “sentido propio”. Cada piedra, cada brizna de hierba, cada flor, cada arbusto y cada animal crece, vive, actúa y siente según su “propio sentido”, y en eso estriba el que el mundo sea bueno, variado y hermoso. Que haya flores y frutos, encinas y abedules, caballos y gallinas, estaño y hierro, oro y carbón, se debe única y exclusivamente a que todas las cosas del universo, hasta la más pequeña, tienen su “sentido propio”, llevan dentro su propia ley y la siguen absolutamente seguras e imperturbables.
Existen sobre la tierra solamente dos pobres seres malditos, a los que no les estás permitido seguir esa llamada eterna, y ser, crecer, vivir y morir como les ordena su propio sentido innato.
Sólo el hombre y el animal domesticado por él están condenados a no seguir la voz de la vida y del crecimiento y a someterse a unas leyes establecidas por el hombre y, de vez en cuando, infringidas y modificadas también por él. Y lo más curioso es que aquellos pocos que han desdeñado esas leyes arbitrarias para seguir las suyas propias, las naturales, han sido siempre condenados y lapidados, aunque luego fuesen venerados, precisamente ellos, como héroes y libertadores. La misma Humanidad que ensalza y exige de los vivos, como suprema virtud, la obediencia a sus leyes arbitrarias, esa misma Humanidad acoge en su eterno panteón a los que desafiaron aquellas órdenes y prefirieron perder la vida a ser infieles a su “propio sentido”.
Lo “trágico”, esa palabra maravillosamente sublime, mística y sagrada, llena de los estremecimientos de la mítica juventud humana, que los reporteros profanan irresponsablemente a diario, lo “trágico” no es otra cosa que el destino del héroe, que sucumbe por seguir su propia estrella, en contra de las leyes tradicionales. Así y únicamente así se le revela a la Humanidad una y otra vez su “propio sentido”.
Porque el héroe trágico, el obstinado, enseña a los millones de seres mediocres y cobardes que la desobediencia a las normas del hombre no es capricho brutal, sino lealtad a una ley mucho más alta, más sagrada. O digámoslo así: el instinto gregario del hombre exige de cada cual ante todo adaptación y subordinación, pero sus más altos honores no se los reserva en absoluto a los sufridos, pusilánimes y dóciles, sino precisamente a los obstinados, a los héroes.
Así como los reporteros abusan del idioma cuando califican de “trágico” cualquier accidente de trabajo en una fábrica (término que para esos estúpidos es sinónimo de “lamentable”), la moda no es menos impropia cuando habla de la “muerte heroica” de los pobres soldados masacrados. Este es uno de los términos favoritos de los sentimentales, sobre todo de los que se quedan en casa. Los soldados que caen en la guerra merecen sin duda nuestra más profunda compasión. Generalmente han hecho y sufrido lo indecible y a la postre han pagado con su vida. Pero no por eso son héroes, tampoco aquel que siendo hasta hace un momento soldado raso y maltratado por el oficial como si fuera un perro, se convierte de repente, gracias a la bala mortífera, en héroe. La idea de masas enteras, de millones de “héroes”, es en sí absurda.
El “héroe” no es el ciudadano obediente, apacible y cumplidor. Heroico sólo puede ser el individuo que ha erigido su “propio sentido”, su noble y natural obstinación, en su destino. “Destino y espíritu son nombres de un mismo concepto”, dijo Novalis, uno de los poetas alemanes más profundos y desconocidos. Pero el héroe es el único que tiene valor para asumir su destino.
Si la mayoría de los hombres tuviesen ese valor y esa obstinación, el mundo sería otro. Nuestros maestros a sueldo (los mismos que nos ensalzan tanto a los héroes y obstinados de los tiempos pretéritos) suelen decir que entonces iría todo manga por hombro; pruebas de ello no tienen ni las necesitan.
En realidad, la vida entre hombres que siguieran independientes su propia ley y su propio sentido florecería con más riqueza y altura. Quizá en ese mundo quedaría impune más de un insulto y más de una bofetada precipitada que hoy entretienen a honorables jueces del Estado. De vez en cuando habría también un homicidio, pero ¿acaso no lo hay hoy, a pesar de todas las leyes y castigos? Sin embargo, muchas de las cosas terribles, inconcebiblemente tristes y demenciales que vemos proliferar con espanto en medio de nuestro ordenado mundo serían entonces desconocidas e imposibles. Por ejemplo, las guerras entre las naciones.
Ya oigo decir a las autoridades: “Tú predicas la revolución”.
Otro error, posible sólo entre personas de rebaño. Yo predico la obstinación, no la subversión. ¿Cómo iba a desear la revolución? La revolución no es otra cosa que la guerra, es, igual que ella, “la continuación de la política con otros medios”. El hombre que ha encontrado el valor de ser él mismo y ha oído la voz de su propio destino no tiene ya el más mínimo interés en la política, ya sea monárquica o democrática, revolucionaria o conservadora. Le preocupan otras cosas. Su “sentido propio”, como el profundo, grandioso y divino sentido propio de cada brizna de hierba, está dirigido hacia su propio desarrollo y nada más. “Egoísmo”, si se quiere. ¡Mas este egoísmo es totalmente distinto del despreciable egoísmo del usurero o del ansioso de poder!
El hombre que posee el obstinado “sentido propio”, al que yo me refiero, no busca ni dinero ni poder. No los desdeña porque sea un dechado de virtud o un altruista resignado. ¡Todo lo contrario! El dinero y el poder y todas esas cosas por las que los hombres se torturan mutuamente y acaban por matarse a tiros tienen poco valor para quien se ha encontrado a sí mismo, para el obstinado. Éste sólo valora una cosa: la misteriosa fuerza en su interior, que le ordena vivir y le ayuda a crecer. El dinero y similares no conservan, potencian ni ahondan esa fuerza. Pues dinero y poder son inventos de la desconfianza.
El que desconfía de la fuerza vital en su interior, el que carece de ella, tiene que compensarla con sucedáneos como el dinero. Para quien confía en sí mismo, para quien no desea otra cosa que vivir puro y libre su destino y dejarlo vibrar en su interior, esos medios auxiliares, desmesurados y pagados siempre con exceso, se reducen a instrumentos subordinados, de uso y posesión agradables, pero jamás decisivos.
¡Oh, cómo amo esa virtud, la obstinación! Cuando la hemos reconocido y hallado algo de ella en nosotros, todas las virtudes recomendadas resultan curiosamente dudosas.
El patriotismo es una de ellas. No tengo nada contra él. En lugar del individuo postula un complejo mayor. Pero verdaderamente como virtud sólo es apreciado cuando empiezan los tiros, ese medio tan ingenuo y ridículamente ineficaz de “continuar la política”. Generalmente se considera al soldado que mata enemigo más patriota que el campesino que cultiva su tierra con esmero. Porque éste obtiene una ventaja. ¡Y nuestra extraña moral considera siempre dudosa una virtud que beneficia y aprovecha a su dueño!
Pero ¿por qué? Porque estamos acostumbrados a acumular ventajas a costa de otros. Porque, llenos de desconfianza, creemos tener que desear siempre lo que otro posee.
El cacique de una tribu salvaje cree que la fuerza vital de los enemigos matados pasa a su persona. ¿No se basan en esta pobre creencia la guerra, la competencia, la desconfianza entre los seres humanos? ¡Sin duda seríamos más felices si equiparáramos el honrado campesino al soldado! Si abandonáramos la superstición de que toda la vida o alegría de vivir que gana una persona o un pueblo tiene que ser necesariamente arrebatada a otro.
Ahora oigo la voz del profesor: “Todo eso suena muy bien, pero por favor contemple el asunto objetivamente desde el punto de vista económico. ¡La producción mundial es…!”.
A lo que yo contesto: “No, gracias. El punto de vista económico no es en absoluto objetivo, es como un par de anteojos por los que se puede mirar con muy diversos resultados. Por ejemplo, antes de la guerra se demostraba desde el punto de vista económico que una guerra mundial era imposible, o que al menos no podía durar mucho. Hoy podemos demostrar, también económicamente, lo contrario. Por favor, ¡permitidnos pensar de una vez en realidades en lugar de fantasías!”.
De nada valen estos “puntos de vista”, llámense como se llamen, aunque vengan respaldados por los profesores más gordos del mundo. Son falacias. Ni somos máquinas calculadoras ni ningún otro mecanismo. Somos hombres. Y para los hombres existe únicamente un sólo punto de vista natural, una sola medida natural, la del obstinado. Para éste no existen ni el destino del Capitalismo, ni el destino del Socialismo, ni Inglaterra ni América; para él no existe nada más que la ley silenciosa y tenaz que late en su pecho, que resulta tan penosa al hombre cómodo y tradicional, pero que significa destino y Dios para el obstinado.

HERMANN HESSE, Obstinación, 1919.

Joan Manuel Serrat - Resurrección de la alegría





"Porque el que nace a la ternura
vence a la muerte cotidiana,
abre las puertas de la vida
y lleva un niño en la mirada."
*La vida es un contrato a medias*



Los vínculos son los nudos  que te atan desde el mismo momento 
en el que vienes a la vida.
A medida que vas creciendo se hacen más numerosos y diversos.
Unos son obligados, otros elegidos libremente. Muchos por circunstancias y otros
a consecuencia de. Unos son más resistentes, otros fácilmente desgastables con el tiempo.
Algunos  te oprimen tanto que quisieras desanudarlos, otros, darías lo que fuera por que
no se soltaran nunca. 

Conforme vas creciendo, los vinculos son elegidos con más esmero, tu cuerda se forma
con cuidado dejando espacio entre ellos, sabiendo que lo que se ate te dejará marca, bien en forma de nudo o de recuerdo, 

A veces la vida es un poco injusta y forma ataduras tardías o a  
destiempo, pero que por alguna razón tuvieron que formar parte de ella.

Hay quién tiene la oportunidad de empezar de nuevo, libre de nudos y de
marcas, como una cuerda recién estrenada; hay quién puede cortar
simplemente la cuerda por donde quiera y también los hay que la
arrastran con todos sus nudos, como una larga cadena.

Recuerdo una frase de alguien que decía que la vida es un contrato a
medias y es cierto, porque desde que naces ya estás vinculado a tu
madre, a tu padre y a tu familia después; a tus amigos, a tus compañeros
de trabajo, a tu jefe, a los vecinos de tu barrio, al camarero que te
sirve todos los días el desayuno, a la joven que te vende el pan...
todos son vínculos, con todos se forman nudos; unos más importantes que
otros, unos más llevaderos que otros, algunos profundos y otros
superficiales, nudos al fin y al cabo que ocupan tu cuerda; todos esos
vínculos con los que tienes que pactar y contratar diariamente tu vida,
porque es verdad que la vida es un contrato a medias ya que ningún nudo
se forma sin que se aten los dos extremos.


A. Aroca

PERTENECER AL GRUPO

Muchas mañanas cuando voy hacia el trabajo, coincido con un chico que
tararea las canciones que suenan en los auriculares conectados a su
smartphone; no le importa que el resto del autobús lo mire ni que sea
su voz la que rompa el silencio. Aunque tiene un cuerpo de hombre, actúa
como un niño; los niños no sienten vergüenza ni pudor, son inocentes y
espontáneos, no tienen dobleces, se muestran tal y como son porque aún
no han sido contaminados. Los viajeros del autobús, sonríen con ternura
porque enseguida se dan cuenta de que es un joven con síndrome de down y
está protegido, como lo estaría un niño porque actúan desde la
inocencia, sin maldad y nadie cuestiona su comportamiento.

Cuando dejamos de ser niños hay muchas cosas que no nos están
permitidas. Vivimos bajo reglas de lo que está bien y lo que está mal,
lo que debemos o no debemos hacer, lo que nos corresponde según la edad.
Cambiamos la inocencia por picardía y nos volvemos desconfiados,
maliciosos, rígidos, incrédulos..., nos fabricamos una coraza que
esconde nuestros sentimientos porque si expresamos todo lo que sentimos,
nos pueden herir y mucho. Tenemos mucho miedo a que nos hieran, a que
nos hagan daño, a que nos manipulen, a que se aprovechen de nosotros y
nos fabricamos un personaje fuerte y maduro, sobretodo que aparente ser
maduro ante los ojos de los demás porque la inocencia y la ingenuidad
están mal vistas. Es un signo de debilidad y en este circo de las
vanidades, uno no puede permitirse ser débil, hay que mantener las
formas, hay que tener astucia, saber más que tu adversario para poderlo
engañar cuando a ti te interese o por lo menos, evitar que él te engañe
a ti. Nos hacemos cómplice de la mentira, nos vendemos a la adulación,
nos confabulamos con la hipocresía y nos jactamos con la ignorancia.
Somos auténticos necios vestidos de madurez.
Somos niños con capas y capas de maldad, tantas que a veces el cuerpo
se nos queda chico.
Estamos tan cubiertos de gloria que no podemos ni respirar pero da lo
mismo, porque seguimos avanzando, demostrando al mundo que somos aptos
para transitar en esta selva, sacando los dientes, defendiéndonos con
las uñas bien afiladas y guardando el hacha bajo la almohada por si
acaso. Nuestras batallitas se mediran más por las valías que por los
valores aunque curiosamente, intentaremos presumir más de éstos
últimos y ocultar con falsa modestia, los primeros. Y cambiaremos el
ser por el somos, porque es la única forma de no desentonar de la
mayoría, es la única forma de que te acepten sin cuestionarte o sin que
te llamen despectivamente loco, irreflexivo e inmaduro.

A. Aroca

QUIEN HA VIVIDO MUCHAS TORMENTAS Hay una tierra devastada, destruida por un temporal que el destino caprichoso hace volver una y otra ...